La leyenda cuenta que en una hacienda de la antigua Villa de Ejido, Mérida (Venezuela), vivió Lorenzo, un muchacho de veinte años, quien al morir su padre se convirtió en el heredero de todos sus bienes. En el medio de la hacienda y a la orilla del camino había una casita detejas y paja, que estaba oculta entre los ceibos. Allí vivía Marta, una hermosa muchacha que todas las tardes esperaba que Lorenzo regresara de sus viajes al pueblo.
Para los padres de ellos esto nunca fue un secreto, ya que Marta y Lorenzo se veían desde niños. Inclusive, ambas familias disfrutaban haciendo planes para la futura boda de sus hijos.
Una tarde como cualquier otra, Lorenzo llegó a su acostumbrado encuentro, pero ese día las cosas no salieron como de costumbre.
¿No podrás ir, Marta? -dijo Lorenzo, después de estrechar dulcemente la mano de su prometida.
No, Lorenzo, es imposible; mi mamá ha seguido enferma.
¡No te vayas, Lorenzo, por Dios, no te vayas!. Todos los años hemos ido juntos a Mérida, y no tengo valor para quedarme aquí sola por varios días, creyendo oír a cada instante las pisadas de tu caballo y buscándote en vano por las vueltas del camino. ¡Ah, qué triste debe ser este campo cuando tú estés lejos!.
Marta, -dijo Lorenzo enjuagándose las lágrimas de su rostro- tú sabes que no puedo quedarme, que debo ir forzosamente a Mérida con mi madre.
Luego de besarla, Lorenzo se apartó de su amada, tomó su caballo y partió desdibujándose entre los árboles y la oscuridad de la noche.
Transcurrieron tres días, y llegó el 26 de marzo de 1812. Repentinamente, en las calles abarrotadas de gente en Mérida, se estremeció la tierra de una manera espantosa. Las construcciones se derrumbaron y espesas nubes de polvo se apoderaron de toda la atmósfera del lugar. Las casas que el terremoto no había logrado derrumbar, estaban desiertas y sombrías, mientras una multitud se refugiaba en las plazas pidiéndole misericordia a Dios.
Al enterarse, Marta salió de su casa corriendo, perdiendo sus alpargatas y destrenzándose el pelo. La noche llegó, pero no fue impedimento para que la muchacha llegara a la ciudad.
Al observar los escombros, Marta lanzó un grito de horror:
¡Lorenzo!... ¡Lorenzo!
Nadie la veía, nadie la escuchaba. Pero ¿cómo podría ser escuchada entre tantos gritos y lágrimas?
De repente, allí estaba la madre de Lorenzo, sentada sobre un promontorio de ruinas y con la mirada perdida, poseída por el espanto. Marta se acercó hasta ella. Lorenzo había sido sepultado por lo que había sido el templo de San Francisco, y allí estaba, bajo las ruinas.
Los ojos de Marta adquirieron una expresión extraña. No gritó, no lloró. Aquella niña frágil que siempre había estado acostumbrada a una vida dulce y apacible, amaneció junto a las ruinas en donde había quedado su vida. Parecía que su inmenso dolor la había petrificado.
Después de ese día, todos los años, en semana santa, se veía una mujer recorriendo las calles de Mérida, seguida por un grupo de niños. Era joven, pero en su rostro se reflejaba locura, hambre y dolor.
Aquella mujer era Marta, la infortunada joven, víctima de una pasión tan profunda como inocente, llevada por la mano del destino hasta la muerte.
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